Sospechas fundadas

Perro terrier negro pintado al óleo.

Hairly lleva perdido más de un mes. Lo recuerdo con nostalgia, como si eso me lo pudiera devolver, y no pierdo la esperanza de escuchar sus patitas sobre las tarimas del salón. Me sorprende oír esas palabras salidas de mi boca. Yo, un abogado de renombre, embutido en mi flamante traje de tres piezas y un bombín de Lock & Company... ¡triste por la ausencia de un chucho descastado!

Aún recuerdo nuestro primer día juntos. Paseaba por el parque Richmond, cerca de casa, cuando lo encontré abandonado junto a un arbusto. Aquella pelusa negruzca, enroscada sobre sí misma, resultó ser un cachorro encantador. Su oreja izquierda estaba teñida de rojo, como si alguna alimaña hubiera probado la terneza de su carne joven. Se me escaparon unas inusuales briznas de compasión y me lo llevé para cuidarlo. Días después, su oreja quedó gacha y con un trozo de piel faltante, pero curada. Durante ese período jamás trató de huir —y a mí no me disgustaba su presencia— de modo que se quedó conmigo.

Hairly tenía el aspecto de un Terrier escocés, pero era mestizo. Nunca fue especialmente cariñoso, pero al menos guardaba la compostura en sociedad y se mostraba obediente a mis órdenes. Se dedicaba con esmero a espantar visitas indeseadas y, de camino, a mi soledad. Así se ganó mi confianza. Encargué que hicieran una pequeña trampilla en la puerta trasera, a ras del suelo, para que pudiera salir a olisquear a su antojo. Sabía que el paso esporádico por el parque de carromatos o jinetes en su montura no revestiría peligro para un perro avispado como él.

Eso sí, algún ascendiente inglés debía de tener, pues era un maniático de la puntualidad. Cada tarde, justo a las tres en punto, salía por la trampilla que daba a Richmond y desaparecía durante dos horas exactas. ¡Qué precisión!

Su independencia solo incomodaba a mi vecino más cercano. Lo supe cuando nos cruzamos por la vereda y me transmitió sus quejas: «Su mascota ha entrado en mi jardín, ha hurgado en la basura, ha pisoteado mis petunias... ¡Lleva días haciéndolo!», me dijo. Cuando le pregunté si lo había sorprendido in fraganti lo negó: «No he visto a su perro, pero no hay ningún otro en la zona y un zorro no se acercaría tanto a la ciudad. Debe de ser él, sin duda», arguyó. Yo, como buen letrado que soy, defendí a mi acusado y, ante la ausencia de pruebas incriminatorias, sobreseí el caso y continué satisfecho mi camino.

Debo aclarar que no me molestó la actitud susceptible de mi vecino. Supuse que aquel extraño era el origen de sus preocupaciones; me refiero al hombre que llevaba varios días merodeando alrededor de su propiedad. Su aspecto hosco y descuidado resultaba inquietante. Además, para mi sorpresa —y en contra de mi consejo—, Henry me había encargado la redacción de su testamento a favor de dicho individuo. A mi me pagan por trabajar, no por comprender.

De vuelta al asunto que me ocupa diré que, por suerte, mi vecino era un médico amable y poco rencoroso, de modo que me comprometí a vigilar a Hairly para aplacar su malestar. Debería haber cumplido con mi palabra, pero no tuve en cuenta que, coincidiendo con la presencia del vagabundo, mi terrier comenzó a demorar su regreso a casa paulatinamente.

Una semana después, el día en que Hairly desapareció, salí en su búsqueda. No podía concebir que hubiera desatendido su puntualidad hasta tal extremo. Al pasar junto a los dominios de mi vecino pude ver a un perro desaliñado que corría de un lado para otro. Tenía la complexión de un bóxer, musculoso, robusto, pero su pelo era largo y oscuro. Mordisqueaba las cercas, escarbaba junto a los rosales, arañaba las maderas del cobertizo...

Llamé a la puerta del doctor y le pedí que saliera a ver al maleante. Contempló al perro desgarbado mientras bebía agua de un charco y lamía el desagüe que lo rellenaba con paciencia. Mi vecino puso cara de disgusto e hizo aspavientos para alejarlo de allí. El chucho disparó amenazas en forma de ladrido y se dirigió hacia el gallinero. El alboroto fue sonado pero, por fortuna, todas las aves estaban seguras en el corral. Ambos gritamos para espantarlo. El perro nos mostró su dentadura con exagerada agresividad. Traté de imponerme y fijé mis ojos en los suyos. Vi, de soslayo, que tenía una muesca en su oreja encorvada, pero no le dí mayor importancia al asunto. Entonces, el animal olfateó el aire que acercaba nuestro rastro a su hocico y dejó de gruñir. Luego se marchó calmado hacia la arboleda.

Perro peludo saltando sobre unas piedras
Tras el incidente, pillado el culpable con las patas en las plantas, Henry me pidió perdón.

—Ya ve —insistí—: Mi perro no era el causante de los destrozos.

—Tiene razón —replicó—, pero en cualquier caso le pediría que vigilara al suyo de igual modo. Procure que no se acerque al cobertizo. Aquel desagüe —dijo señalando hacia el conducto que el chucho acababa de lamer— procede de mi laboratorio. Allí realizo delicados experimentos con productos químicos y medicinas —Agravó el tono de su voz—. No quisiera que su perro muriera envenenado.

—Quiero creer que esto no es una amenaza, ¿verdad? —respondí con rostro serio.

—En nigún caso, Sr. Utterson, se trata de sincera preocupación, se lo aseguro.

—De acuerdo entonces, Dr. Jekill, no se hable más. Debo encontrar a mi perro.
 

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